domingo, 5 de abril de 2009

Actividad Física y Salud del Esqueleto en Adolescentes

INTRODUCCIÓN

El interés en la fragilidad del esqueleto en la vejez ha resultado en un considerable caudal de investigaciones para identificar factores subyacentes de riesgo que reducen los niveles de densidad ósea ante la edad avanzada, particularmente en mujeres, donde el problema es pronunciado. Tres factores determinantes se han advertido como contribuyentes a explicar la disminución de masa ósea en poblaciones de edad mayor: a) déficit en el alcance de un pico suficiente de masa ósea durante los años crecimiento; b) falla en mantener este pico de masa ósea por un período suficiente, durante los años adultos; y c) pérdida acelerada de hueso en los años finales de la vida (Chesnut, 1991). Es probable que, una masa ósea insuficiente en los años de la vejez sea el resultado de la combinación de estos tres factores. Nuestra comprensión de la osteoporosis en la vejez se halla limitada por nuestra falta de conocimiento en lo concerniente a los determinantes para el acrecentamiento de la masa ósea durante los años del crecimiento. El establecimiento de un nivel óptimo de masa ósea durante los años del crecimiento es una consideración crucial, en términos de una adecuada longevidad esquelética. La masa ósea del adulto, a cualquier edad, es un reflejo del hueso ganado durante su desarrollo, y a la vez a la subsiguiente pérdida ósea con el avance de la edad. Desde el momento en que la pérdida ósea es una normal consecuencia de la edad, aquellos quienes adquieren una mayor masa ósea durante las primeras dos décadas de vida deberían poder reducir los riesgos de problemas de salud, asociados con fragilidad esquelética en la tercera edad. Al menos un 90 %, y probablemente más, del total de los recursos óseos del adulto han sido depositados hacia el final de la adolescencia (Glastre y cols., 1990; Matkovic y cols., 1990). Esto ha dirigido el estudio hacia los factores que pueden acrecentar la ganancia ósea en los niños, y es la génesis del concepto de “pico de masa ósea”.

Hay todavía varios informes importantes que hurgan en el tema del pico de masa ósea y necesitan clarificación. Mientras que el concepto de masa ósea no es ambiguo, las mediciones más actuales son de “densidad mineral ósea” (BMD), típicamente en la cadera o en columna lumbar, aunque algunas veces para el cuerpo entero. Por lo tanto, los valores para el pico de BMD para diferentes sitios del esqueleto pueden ocurrir a distintas edades. Los estudios longitudinales para establecer esta evidencia no se han hecho aún. Las mujeres tienen un pico de masa ósea menor que los hombres porque sus esqueletos son de menor tamaño físico; no obstante el dimorfismo en los valores de BMD es todavía controversial y puede variar con el sitio esquelético estudiado (Bonjour y cols., 1991). Por ejemplo, mientras un estudio mediante Tomografía Computada demostró que no había diferencias entre la densidad vertebral de jóvenes de ambos sexos (Gilsanz y cols., 1988), se ha presentado evidencia de que las mujeres adultas tienen mayor BDM lumbar que sus pares masculinos (Kelly y cols., 1990). Algunos de los problemas en esta área se relacionan con diferencias en las técnicas de medición inherentes al BMD (Katzman y cols., 1991; Kroger y cols., 1992); pero no los discutiremos en este trabajo.
Mientras hay algunas preguntas sin respuesta acerca del pico de masa ósea, sí está claro que la adolescencia es una etapa crucial en términos de acumulación de densidad ósea (Ott, 1991). Los determinantes de la masa ósea durante la adolescencia incluyen: factores genéticos, factores de carga mecánica (ej., actividad física), suficiencia nutricional (ej., calcio), funcionamiento hormonal, y otros factores (ej., drogas). Debería notarse que cada factor que influye en el acrecentamiento de la densidad ósea durante la adolescencia interactúa con los demás. Por ejemplo, el estrés mecánico sobre los huesos durante la actividad física puede llevar a un incremento de la densidad mineral de los huesos (BMD). Sin embargo, bajos niveles de estrógenos endógenos asociados con disfunción menstrual en las jóvenes puede llevar a una reducción de densidad ósea, o impedir tasas normales de incremento (Loucks, 1985). Esto se observa, generalmente, cuando se producen altos niveles de actividad en coincidencia con privación nutricional (Yaeger y cols., 1993). Por ende, el efecto positivo de la carga mecánica está influido por el estado hormonal y nutricional. Hay una relación sinergética entre actividad física y nutrición. Los efectos beneficiosos de la actividad física no se cumplen si el calcio de la dieta es insuficiente (Kanders y cols., 1988). A la inversa, la suplementación con calcio, en ausencia de una actividad que estimule sobrecarga leve con pesos, es inefectiva en términos de mantenimiento óseo (Kanis, 1991), mientras que la ingesta de calcio adecuada durante el período vivido, aumenta los efectos del ejercicio sobre la construcción de los huesos (Helioua y Anderson, 1989). Debería, por lo tanto, hacerse notar que el calcio, por sí sólo, no es causante de salud esquelética, aunque sea una condición necesaria para ésta; las cargas mecánicas son el factor preeminente en términos de integridad esquelética (Heaney, 1991).
La posibilidad de aumentar la densidad ósea durante los años de crecimiento es un área de considerable interés, especialmente en vista de la alta relación entre el estado de la densidad ósea del adulto y el riesgo de fractura en la población de tercera edad. La fragilidad del esqueleto en la vejez representa el mayor problema de salud a través de su asociación con fracturas relacionadas con la edad, particularmente vertebrales, de cadera y de extremidad distal del radio. Cerca de un millón de estas fracturas ocurren anualmente en los EEUU (Melton, 1990). Se estima que un tercio de todas las mujeres mayores de 65 años sufrirán una fractura vertebral alguna vez en su vida (Riggs y Melton, 1986). Un estudio reciente sugiere que, en las mujeres post-menospáusicas, ha habido un incremento estadísticamente significativo en la incidencia de fracturas vertebrales, a consecuencia de traumas mínimos o moderados, asociados a inactividad física como un factor contribuyente (Cooper y cols., 1992). La enormidad de este problema, y los costos asociados a él, pueden crecer sólo en respuesta al rápido incremento del número de personas de tercera edad en la población.

Ha sido bien documentado que la frecuencia de fracturas se incrementa cuando la masa ósea y la densidad de la misma decrecen (Melton y cols., 1986; Wasnich, 1991); por ende la baja densidad ósea es uno de los mayores determinantes de fracturas (Johnston y Slmenda, 1991). Mientras que el factor genético es muy importante en el estado de densidad ósea, un estudio reciente de 40 familias, indica que cerca de la mitad de la variancia de la densidad ósea mineral es atribuible a influencias no hereditarias (Krall y Dawson-Hughes, 1993), y hay considerable evidencia de que la inactividad física puede ser un importante factor (Eisman y cols., 1991). El potencial que tiene un esfuerzo físico con ligeros pesos (weight-bearing exercise) en reducir la tasa de pérdida de la densidad ósea en los adultos, ha sido ampliamente estudiado y hay una buena cantidad de excelentes revisiones que cubren este tópico (Drinkwater, 1990; Snow-Harter y Marcus, 1991; Gutin y Kaspar, 1992).

LOS EFECTOS DE LA CARGA MECÁNICA

Los efectos de cargas mecánicas variables sobre el esqueleto, particularmente en desuso, han sido apreciados por más de un siglo, pero solamente en los últimos 20 años los investigadores han intentado conocer los mecanismos que relacionan causa y efecto. Sin embargo, las últimas técnicas que permiten colocar medidores de tensión o dinamómetros sobre las superficies de los huevos en vivo, y el uso de sensores que transmiten regímenes específicos de carga, son altamente invasivos, lo que las hace viables, por ahora, solamente en animales de experimentación (Lanyon, 1992). Con el refinamiento reciente de la desintometría ósea, han sido publicados moderados cúmulos de información sobre densidad ósea y ejercicio en adultos; referente a estudios en niños, exceptuando algunos reportes acerca de los valores normales, no existen datos. Afortunadamente, tiene consistencia la evidencia que sugiere que, los valores en animales son relevantes para seres humanos, y que las relaciones entre ejercicios y hueso son suficientemente compatibles, por lo que, los trabajos publicados sobre animales y humanos adultos podrían aprovecharse para anticipar algunas conclusiones y recomendaciones con respecto a los adolescentes.

Algunas series de estudios en animales, particularmente aquellos trabajos de Lanyon y cols. (1992), han demostrado que la variable clave que es intermediaria entre cargas esqueléticas (actividad física) y masa ósea, es la tensión mecánica inducida (“strain”). Los cambios en las tensiones internas del hueso definidos como los cambios fraccionados en la dimensión del hueso en respuesta a una modificación de la carga, aparentemente activa los osteocitos, los cuales alteran el delicado balance entre la reabsorción y formación ósea. Si se aplican repetidamente, cargas crecientes, como en el caso de un ejercicio regular, hay una formación de hueso neta. Este aumento de masa ósea tiene el efecto de reducir la tensión interna de una carga dada, porque, la misma carga se distribuye sobre una cantidad mayor de hueso.

Esto limita la orientación hacia la formación de masa ósea, hasta que un nivel de masa ósea es alcanzado, ante el cual la tensión es normalizada, y será alcanzado un balance entre reabsorción y formación, ahora a un nivel más alto de masa ósea. En este momento, la reabsorción ósea es igual a la formación ósea, hasta que haya futuros cambios en las cargas. Este aspecto del control de masa ósea tiene efecto localizado, ya que las tensiones mecánicas difieren grandemente en diferentes partes del esqueleto, pudiendo haber pérdida neta y ganancia neta de hueso que ocurra simultáneamente, inclusive en partes adyacentes de un mismo hueso.

Los efectos de las cargas sobre las células óseas están relacionados directamente con el nivel de tensión (“strain”). Quizás, el hallazgo más sorprendente en la investigación sobre las cargas y hueso, es que se necesitan muy pocas repeticiones para obtener un efecto osteogénico máximo. Tan pocos como cuatro ciclos de carga por día fueron suficientes para prevenir reabsorción ósea asociada con el desuso, y 36 ciclos consecutivos de cargas fueron tan buenos promotores de formación ósea, como un número de ciclos mucho más alto (Rubin y Lanyon, 1984). Resumiendo, estos resultados de estudios en animales dan respaldo al concepto que, el tipo óptimo de ejercicio formador de hueso sería el que provee altos niveles de tensión, a altas frecuencias de tensión, distribuidas a través de todo el esqueleto.

Los estudios en adultos, tomados en su conjunto han mostrado que los programas de ejercicios incrementan la densidad mineral ósea, o por lo menos, reducen la tasa de pérdida; en algunos trabajos, la dificultad en hallar dichos efectos, podría atribuirse a problemas metodológicos. Los regímenes de ejercicios varían ampliamente, y a menudo, no son específicos para el para el sitio óseo medido. Las diferencias entre los que practican ejercicios y los grupos control (sedentarios), con respecto a la tasa de cambio de sus densidades óseas están, típicamente, en el orden de un pequeño porcentaje anual. Sobre todo, la evidencia sugiere que los efectos positivos de los ejercicios en los huesos de adultos, son modestos en términos breves, pero pueden ser bastante más notorios en programas más intensos que sobrecarguen el sistema muscular durante períodos más prolongados (Marcus y cols. 1992). Sin embargo, en niños, nuestro conocimiento acerca de los efectos de programas de actividad física a largo plazo, sobre el aumento de la densidad ósea es incompleto, y los estudios en poblaciones pediátricas se han llevado a cabo, en forma reciente.

REVISIÓN DE LA LITERATURA PEDIÁTRICA

Mientras aún existen vacíos en nuestra comprensión del rol preciso de la actividad física en la acumulación de mineral óseo durante los años del crecimiento, han sido reportados un número importantes de estudios que asocian la densidad mineral ósea (BDM) con la actividad física, en los grupos etarios por debajo de los 21 años. La siguiente revisión estará restringida a esta población, lo máximo posible, y versará primordialmente sobre estudios en los cuales la variable dependiente es el contenido mineral del hueso (BMC) o la densidad mineral ósea (BMD), medidas por absorciometría fotónica simple o dual (SPA o DPA, respectivamente), absorciometría de dual energía por rayos X (DEXA), o tomografía cuantitativa computarizada (QCT).

Todos los estudios de actividad física que han sido revisados, ya sea en forma de resúmenes o lectura del trabajo completo, están en la Tabla 1. Además, como consecuencia de que los efectos de la actividad física sobre la densidad ósea pueden ser modulados por causas nutricionales y niveles hormonales, los estudios en adolescentes que versan sobre estos importantes factores interactuantes han sido revisados. Los estudios de actividades han sido categorizados de acuerdo al diseño experimental seguido. Esto incluye:

· Pruebas controladas (ramdomizadas y no ramdomizadas, o sea al azar y no al azar), y estudios de observación prospectiva.

· Estudios de observación horizontales (transversales), incluyendo estudios que usan cuestionarios retrospectivos que proveen patrones de historia de la actividad física durante la adolescencia.

· Estudios unilaterales donde ha sido sometido a “stress” un miembro preferentemente, donde cada niño actuó, con su otro miembro, como su propio control.


Experimentos controlados y estudios de observación prospectiva

Ha sido demostrado que varones jóvenes que experimentaron un entrenamiento militar básico extremadamente exigente, de 8 horas diarias durante 14 semanas, incrementaron el BMC de sus tibias y peronés significativamente (Margulies y cols., 1986). No obstante, 2 trabajos en jóvenes mujeres reportaron cambios solamente modestos, o ningún beneficio, con un programa de entrenamiento de resistencia de 3 sesiones semanales, por períodos de 6 y 8 meses. Snow-Harter y cols. (1992), asignaron (elección al azar) 30 mujeres (edad media: 19,9 años), separándolas en entrenamiento de resistencia con pesas, carrera y grupo control. Después de 8 meses no hubo diferencias en BMD entre los grupos, observables a nivel del fémur proximal; los incrementos en columna lumbar fueron pequeños: + 1.3 % para corredoras, + 1.2 % para el grupo de resistencia, y - 0.8 %, para el grupo control.

En un estudio similar de 6 meses de duración, Blinkie y cols. (1993), asignaron a 35 jovencitas (14-18 años), tanto a un grupo de entrenamiento de resistencia con pesas, o bien a un grupo de control. Mientras que el grupo de entrenamiento con pesas mostró un incremento significativo en fuerza, no hubo diferencias en BMD entre los grupos, en columna lumbar ni en cuerpo total. Nichols y cols., (1993), compararon un grupo de colegialas gimnastas con un grupo control, antes y después de 1 temporada de 5 meses de gimnasia. No hallaron diferencias significativas en BMD, tanto en fémur proximal como en cuerpo total, luego de este período. Aquéllas gimnastas que estaban menstruando regularmente mostraron un incremento de 2.1 % en columna lumbar.

Los resultados de estos estudios prospectivos sugerirían que la actividad física debiera ser vigorosa si se desea modificar el BMD en individuos jóvenes. Esto coincide con los resultados de los estudios en animales; sin embargo, se necesitan trabajos de mayor duración con muestras poblacionales más grandes, para evaluar esta hipótesis.

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